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Escuchar la sierra.

Eran nuestras primeras vacaciones juntos. La electricidad se había cortado después del temporal y la sierra se había empapado de una tranquilidad aterradora. El cielo se había cerrado por completo, el aire se sentía espeso y ya no corría viento. Las velas se habían consumido hacía tiempo y la oscuridad reinaba en la habitación.

 

—¿De qué color es la oscuridad? —le pregunté apoyando mi cabeza sobre su hombro. Podía sentir sus ojos moviéndose sin cesar siguiendo sombras en la noche.

 

—No sé cómo contestar esa pregunta —me dijo—. En la oscuridad todo se ve negro.

 

Las sábanas de la cama eran pesadas y ásperas, y el colchón bastante duro. El zumbar de los insectos lo ponían nervioso, el aislamiento momentáneo en el que nos encontrábamos le generaba inseguridad, un sentimiento al que yo estaba habituado. Nada estaba resultando como lo habíamos planeado.

 

—¿Y el negro no es un color?

 

Yo solo estaba tratando de reconfortarlo. Hablar de algo familiar para él, algo que le generaba gozo. La pintura. Decían que pintaba bien, no, más que bien, pintaba de manera exquisita.

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—No exactamente. El negro es la ausencia de color. La ausencia de luz. La ausencia absoluta de cualquier cosa. El acabamiento de todos y todo —hizo una pausa. Levanté la cabeza de su hombro, giré hacia el otro lado y no volví a dirigirle la palabra por el resto de la noche—. Perdón no me di cuenta —dijo con verdadera angustia en su voz.

 

Cuando alguien te describe un cuadro o una obra de arte, lo hace de manera subjetiva, dejando un pedazo de sí misma en su descripción. A veces me hacía rabiar no poder juzgar por mí mismo lo que él pintaba. Siempre viendo el mundo a través de los ojos de los demás. ​

 

Al amanecer me suplicó perdón y prometió mostrarme todos los colores del arcoíris.

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